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Presentada hace 20 años, un manto de silencio cayó sobre la hipótesis revolucionaria del investigador Alberto Porlán: ahora recibe un nuevo empuje
A mediados de los ochenta, el escritor, filólogo e investigador Alberto Porlán descubrió por casualidad algo tremendamente turbador. Inició entonces una investigación de 15 años que acabaría por resultar potencialmente explosiva para el 'statu quo' de la historiografía antigua del viejo continente. Tan explosiva que, después de publicar sus conclusiones en un libro impactante de más de 700 páginas y 1.700 esquemas geográficos titulado 'Los nombres de Europa' (Alianza, 1999), un espeso manto de silencio cayó sobre su hipótesis. Nadie quería echar a perder las vetustas interpretaciones asentadas durante décadas, las ideas fijadas y esclerotizadas. Porlán siguió su camino, sus libros, sus versos, documentales premiados como 'Las cajas españolas' (2005) —sobre el traslado de las obras de arte durante la Guerra Civil española— y nuevas investigaciones como la que le llevó en 2015 a situar la mítica Tartessos en la bahía de Cádiz contra la opinión generalmente extendida que la sitúa en Sevilla. Y mientras tanto, su antigua y rompedora conjetura sobre los nombres de Europa no dejaba de rondar su cabeza hasta que, ahora, una nueva iniciativa promete darle un nuevo empuje. ¿En qué consiste?
Ocurrió al encontrarse por azar con un curioso topónimo sobre Tartessos. Porlán comenzó a rastrear la concordancia toponímica de Europa, desde las Islas Británicas hasta Sicilia, del cabo de San Vicente al extremo oriental de Polonia, desde Suiza a la desembocadura del Ebro, desde el sur de Inglaterra al Ródano. Y así, sumergido en diccionarios y mapas, se dio cuenta de que los nombres de las ciudades, los pueblos, los ríos y los montes del continente no eran producto del caos ni se distribuían al azar como pensábamos. No, obedecían a un patrón. Existió así hace miles de años un patrón territorial muy arcaico, un sistema primigenio de ordenación que ya había sido olvidado a la llegada de Roma y la escritura, un modelo repetido por toda Europa que nos habla de la presencia de una cultura común a todos los pueblos de Europa. Y así, los europeos que en el pasado nos obsesionamos con desentrañar el remoto jeroglífico o el intratable minoico, hemos permanecido ajenos a una verdad tan espectacular y que además nos esperaba a la vuelta de la esquina.
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Presentada hace 20 años, un manto de silencio cayó sobre la hipótesis revolucionaria del investigador Alberto Porlán: ahora recibe un nuevo empuje
A mediados de los ochenta, el escritor, filólogo e investigador Alberto Porlán descubrió por casualidad algo tremendamente turbador. Inició entonces una investigación de 15 años que acabaría por resultar potencialmente explosiva para el 'statu quo' de la historiografía antigua del viejo continente. Tan explosiva que, después de publicar sus conclusiones en un libro impactante de más de 700 páginas y 1.700 esquemas geográficos titulado 'Los nombres de Europa' (Alianza, 1999), un espeso manto de silencio cayó sobre su hipótesis. Nadie quería echar a perder las vetustas interpretaciones asentadas durante décadas, las ideas fijadas y esclerotizadas. Porlán siguió su camino, sus libros, sus versos, documentales premiados como 'Las cajas españolas' (2005) —sobre el traslado de las obras de arte durante la Guerra Civil española— y nuevas investigaciones como la que le llevó en 2015 a situar la mítica Tartessos en la bahía de Cádiz contra la opinión generalmente extendida que la sitúa en Sevilla. Y mientras tanto, su antigua y rompedora conjetura sobre los nombres de Europa no dejaba de rondar su cabeza hasta que, ahora, una nueva iniciativa promete darle un nuevo empuje. ¿En qué consiste?
Ocurrió al encontrarse por azar con un curioso topónimo sobre Tartessos. Porlán comenzó a rastrear la concordancia toponímica de Europa, desde las Islas Británicas hasta Sicilia, del cabo de San Vicente al extremo oriental de Polonia, desde Suiza a la desembocadura del Ebro, desde el sur de Inglaterra al Ródano. Y así, sumergido en diccionarios y mapas, se dio cuenta de que los nombres de las ciudades, los pueblos, los ríos y los montes del continente no eran producto del caos ni se distribuían al azar como pensábamos. No, obedecían a un patrón. Existió así hace miles de años un patrón territorial muy arcaico, un sistema primigenio de ordenación que ya había sido olvidado a la llegada de Roma y la escritura, un modelo repetido por toda Europa que nos habla de la presencia de una cultura común a todos los pueblos de Europa. Y así, los europeos que en el pasado nos obsesionamos con desentrañar el remoto jeroglífico o el intratable minoico, hemos permanecido ajenos a una verdad tan espectacular y que además nos esperaba a la vuelta de la esquina.
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